Nino Arrúa era bajo, moreno y audaz. Su nariz, capricho de dioses guaranís, se adelantaba al viento y golpeaba la red del contrario con la voracidad propia del hambre del que huyó. Su júbilo lo mostraba con sus dos brazos abiertos y los puños cerrados, como si su triunfo fuese atrapar la gloria en sus dos manos pequeñas, y emprendía siempre una carrera que le alejaba de los amigos que le perseguían para abrazarle. Nunca lo conseguían.
(De pie) Nieves, Rico, M. González, Violeta, Blanco y Planas. (Agachados) Rubial, García Castany, Ocampos, Arrúa y Soto. Esta es una alineación típica de la Temporada 1973-74
Aquella mañana de domingo cruzó, señorial, el umbral del Campo de La Camisera. Hacía frío, el cielo era gris y su abrigo loden de paño marrón cubría su cuerpo, ya he dicho que moreno. Su pelo era negro y seco y brillaba casi tanto como los ojos de los niños que nos acurrucamos bajo su estampa. Firmó autógrafos, habló con todos y siguió con una mirada fija y recta las jugadas de los futbolistas del Oliver. No perdió detalle. Aquel día volví a casa y le dije a mi padre que había estado con Arrúa y le enseñé la mano que me estrechó y le mostré la firma con su nombre. Quise ser el diez, como años antes soñé con el diez de Villa. El diez, siempre el diez.
Ese diez me ha llevado por la senda de la necesidad hecha virtud y no podía ser de otra manera. Alemania da sus últimas bocanadas cuando escribo esta página, España se fue a por ellos pero en realidad a lo que fue es a por uvas y el Sabio (¡Dios mío, a cualquiera le acoplan el adjetivo reservado a los elegidos!) se revela (atención, con uve) como un gran estratega y ahora dice que se queda. Y mientras todo eso ocurre, se me ocurre hablar de cine, que es lo nuestro. Y de fútbol, como consuelo a la decepción, bálsamo para la frustración y algodón para esas heridas abiertas que, en realidad, nunca se cerraron.
El cine y el fútbol. Se han dado la mano en varias ocasiones, y en algunas de ellas con acierto, arte y hasta cierta belleza. Y pocos momentos más propicios que ahora para darnos un breve paseo de la mano de estas dos pasiones que uno cultiva con suave emoción cuando las circunstancias se lo permiten. ¡Ondeen las banderas, suenen los himnos, cúmplanse los ritos!
La nómina de películas que han tenido al fútbol como protagonista o excusa argumental no es tan larga como para hablar de género, pero sí habría como para organizar un ciclo digno en el que brillarían algunas pequeñas joyas junto a productos menos recomendables. Generalmente este tipo de relatos suelen dirigirse al comienzo de los tiempos para lucir más y mejor, pero nosotros optamos por abrir la lata por el final. En España se estrenó el año pasado un producto que tenía al muy popular Fernando Tejero como actor principal: “El penalty más largo del mundo” (2005) no fue una muy acertada película, si bien trataba de aprovechar el tirón televisivo del Emilio de “Aquí no hay quien viva” para darle un pequeño bocado a la taquilla nacional.
Una de las aventuras más originales la ha protagonizado hace algunos meses el director cordobés Gerardo Olivares, que presentó el pasado mes de abril “La gran final”, una película cuyos protagonistas son una caravana de tuaregs en el desierto de Níger, una tribu de indios en la selva amazónica y un grupo de nómadas en medio de la nada en Mongolia, cuya única obsesión es ver la final entre Alemania y Brasil del Mundial de Japón y Corea de 2002. Ese es el hilo argumental de esta comedia “a caballo entre el documental y la ficción. La parte que refleja cómo se vive en estos tres lugares es real, yo inserté la historia del fútbol», explicó Olivares cuando presentó la película quien, en sus 15 años de viajes por el mundo para hacer documentales, ha visto la pasión que levanta el fútbol. «Una vez, después de 11 días de caminata, llegué al Himalaya y a 4.500 metros de altitud había una foto de Ronaldo al lado de una estatua de Buda».
En 2002 la directora Gurinder Ghadha llevó a la pantalla “Quiero ser como Beckham, en la que conoceremos a Jess, una chica de 18 años que sólo tiene una idea en la cabeza: quiere jugar al fútbol como su héroe, David Beckham, la estrella (entonces) del Manchester United. Para Jess, eso significa darle patadas a un balón en el parque con sus amigos, hasta que la descubre Jules, una joven que la invita a unirse al equipo de fútbol femenino local. Pero los padres de Jess no entienden por qué no puede parecerse a su hermana mayor, Pinky. El título original, Bend it like Beckham, hace referencia a una típica jugada del famoso futbolista y la fuente de inspiración fue la pérdida del partido por Inglaterra frente a Argentina en el Mudnial de Futbol de 1998 y el fervor que despertó.
De ese mismo año es “Días de fútbol”, película construida al rebufo del éxito de “El otro lado de la cama” y que pretendía lograr parecidos logros, para lo que utilizó gran parte del equipo de la película de Colomo. Sin embargo, el resultado ni siquiera se le acercó, si bien el fútbol tenía un protagonismo en clave de “banda-de-amigotes-que-se-reúnen-para-eructar-juntos-y-secarse-los-mocos-con-unas-cuantas-birras-bien-frías”.
El fútbol, ya decimos, no ha inspirado especialmente al cine, si bien hay algunas historias que han merecido la atención de la crítica y el público. Hace pocos años Gonzalo Suárez dirigió a Carmelo Gómez en “El portero”, una historia basada en un relato de Manuel Hifalgo en el que el actor leonés da vida a un forastero que llega en su camioneta a la taberna de un pueblo asturiano. Se trata de Ramiro Forteza, un portero de Primera División que, por culpa de la Guerra (estamos en 1948), ha cambiado los estadios por las plazas de las aldeas. Forteza explica a los lugareños su espectáculo, un reto de penaltis con unas monedas en juego para quien consiga batirle. Entre los asistentes, un entusiasta Tito, el hijo de Manuela, una mujer desconfiada por haber sufrido en carne propia los estragos de la barbarie y de la marginación. Fue una afortunada incursión del cine español en los territorios del deporte del patadón, un reto que no siempre se había aceptado con acierto.
“El hincha”, de Manuel Romero (Argentina, 1951). En esta película, historia de Julio Porter y Enrique Santos Discépolo, con mucho de El cañonero de Giles, ingresa el fanático del fútbol a la galería romeriana de arquetipos porteños. Además, la barra del café, el partido del domingo, el ritual del antes y después del estadio, junto al gastado tema del crack que abandona su modesto equipo por la plata grande, y los fantasmas del soborno y del descenso.