sábado, 28 de marzo de 2009

Las palabras huelen a viento

La sangre acostumbra a galopar por caminos limpios y siempre abiertos. Así fue durante aquellos meses rojos que viví, recién cosidos los ochenta, en las calles que Madrid dispuso para acoger las olas nuevas de la libertad. Fueron días volcánicos en los que escribí versos vanidosos pero sinceros, dedicados siempre a las chicas que ocupaban mis sueños enfebrecidos en los que nunca vaciaba mi deseo, quizás por pudor, quizás por temor. Lo cierto es que viví en la ciudad de las noches luminosas aunque lejanas en las que el susurro de los besos añorados ocupaba el jergón de mis recuerdos.

Crecí y maduré y una tarde encendí la llama de la memoria cuando mi padre me habló de Andrés, su padre. Me contó que era moreno de altura, bajito de mirada y fuerte de piel, que movía los ojos con la fluidez del agua de tormenta que acaba las tardes de verano, con la misma insolencia que los vientos azotan las mejillas de las doncellas. Me dijo que eso le hacía dueño de una presencia ágil y estremecida y que sus manos las recordaba breves y escondidas.

Creció en una casa grande, pobre y humillada, vaciada por la desgracia. Ahogado por la oscura desesperanza de quien no ha visto la luz de la justicia, mostró un agreste desacuerdo con su destino. Miró por última vez la llanura inacabada, la de los campos del Jiloca que parecen perfilar los cielos para dirigir nuestra fortuna gracias a los peirones, como el de Santo Domingo, el Perillán que guarda en su mirada una dulzura que le acompañaría más allá del llanto por la casa alejada. Marchó al país extraño, donde encontró un tajo áspero y mal pagado, pero al menos su espalda ya no tenía que sufrir el latigazo de la sospecha ni el mordisco de la amenaza. Trabajó como nadie lo había hecho antes, probablemente porque ningún hombre guardaba tanta ira en su corazón como él era capaz de acoger y enviaba a casa cada moneda fabricada con gotas de sal rabiosa. Esas gotas construyeron cada uno de los surcos que desde entonces dibujaron sus mejillas y cada una de las sonrisas apagadas que aguardaron el momento de volver a ser el mejor de los regalos para ese hijo que quedó amarrado al abrazo de la madre seca y rota. Ese hijo que ahora tenía ante mí contraído por las palabras deslumbradas que se incrustaron en mi mirada con la fuerza de la muerte: “Mi padre murió y nunca sabré dónde está su cuerpo”.

Bebí el tiempo que me quedaba con la calma que me dio la mujer que decidí amar y los hijos que quise concebir. Sin embargo, no he conseguido encontrar las fuerzas necesarias para abrir la caja en la que guardo todas y cada de las cartas que ese hombre, cobarde y bravo a la vez, me ha ido enviando desde hace treinta años. El mismo hombre que permitió que su nombre se fundiese en las nieves invernales que cubrieron su recuerdo en las que me dice que el miedo a estar vivo le venció y que por tal temor renunció a la luz del amor.

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