lunes, 6 de julio de 2009

Al lado de esas traviesas (I)

Crecí al lado de esas traviesas que componían la espina dorsal que maldita la manera en que separaba el barrio en dos mantos blanco y negro, por no decir “tú de aquí, yo de allá”. Era “la vía”, a partir de la cual nacía y moría cada una de las dos formas de sentir la vida. La zona oeste se hallaba acostada en las marginales laderas de La Camisera, que era como un submundo donde pasaban cosas y vivían vidas con tormenta. Rara vez (nunca) me aventuré por sus calles, ni yo ni los chavales de mi cuadrilla, por lo que de peligro suponía hacerlo. Los personajes más pendencieros del barrio surgían cada noche de sus parcelas y los apellidos más ilustres del hampa local dormitaban tras las cortinas que, a modo de poderosos muros, protegían cada casa. Eran baratos mantos de tela rígida que presentaban sus respetos al paseante embozados en gruesas y veteranas manchas que nadie se preocupaba en hacer desaparecer. Alguno de esos príncipes de la tropelía acostumbraba a merodear las salidas de los colegios, a modo de precoz traficante de palabras prohibidas, y aprovechaba los momentos de soledad de algunos grupos de pequeños escolares que se quedaban rezagados para robarles los objetos más apreciados del momento: chivas (canicas), estampas (cromos), tacos de goma o tabas. Lo hacían con violencia en minúscula, pero violencia al fin, y no era extraño que los mocos que se secaban en las comisuras de sus labios quedasen como rastro en la mejilla del atracado, que bien poco podía hacer si no era añadir su nombre a la lista de víctimas.

(continuará)

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