lunes, 13 de julio de 2009

Al lado de esas traviesas (VI y último)

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Y todo pasó tal y como anunció el hombre dolmen, el alto, el enhiesto. Aquella tarde de primavera, cuando veintidós hombres luchaban por el honor de la tribu, cuando toda una ciudad abría la boca para absorber la gallardía de sus gladiadores, el cielo se cubrió de un manto vivo y ancho. Sus colores eran tan rojos como la pasión de un joven que explota su amor en el primer encuentro, como la saliva caliente de un beso largo y deseado. Así se extendió aquella propuesta de colores que, durante unos minutos, estiró la mirada de los espectadores, en un movimiento vertical de sus cabezas más parecido al asombro que al miedo, como si todos deseásemos que aquello que contemplábamos significase el fin de nada y el comienzo de todo. Fueron unos minutos, pero temblamos como niños y hasta los futbolistas detuvieron su vigor, como si quisieran mostrar que ellos, auténticos dioses en la tierra, reconociesen el poder que no puede estar en otro sitio que no sea el Cielo.

Al día siguiente, los periódicos hablaban de globos sonda, de fenómeno inexplicable, de amenazas deseadas y temidas al mismo tiempo. Hay quien se atrevió a mencionar esas naves circulares que cuadran a veces el espacio. Eso quedará, como quedó la premonición del hombre vertical, el que se acercó a un grupo de niños y les dijo que esa tarde iba a llover marrón. Se equivocó en el color, pero supo que la tierra acogería el llanto del pasado para dibujar días más luminosos. Como este que respiramos hoy.
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FIN
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